Era el día en el que fui a matricularme en la Facultad. Esperaba en la estación de autobuses a que abriera la taquilla mientras hojeaba un libro que ya no recuerdo. Se acercó una chica alta, delgada. Tenía un aspecto frágil, quizá por el esfuerzo que tenía que hacer para acarrear unas bolsas de la compra. Era más joven de lo que soy yo ahora, pero para el chico que era entonces me pareció una mujer algo mayor. Me preguntó, mientras dejaba como podía las bolsas en el suelo, la hora de salida. Después de comprar el billete, bajamos hacia el andén, entramos en el autobús, y nos sentamos en distintos asientos, con el pasillo de por medio.
La conversación surgió rápidamente, con la facilidad que se suele dar entre amigos. En la breve media hora que duró el trayecto hablamos de viajes, de su trabajo de restauradora. Un comentario suyo sobre los productos que usaba nos llevó a hablar del olfato. Ambos coincidimos en el odio a los olores fuertes(aunque ahora ya no tenga olfato, sigo odiándolos). Con un pequeño paso nos fuimos a los sonidos, de la música demasiado alta que se oía en algunos sitios, de los vecinos ruidosos. Otro paso y hablamos ya sobre las palabras, sobre la escritura. Los dos escribíamos con pluma, una nueva coincidencia. Aún hoy sigo creyendo que de haber tenido más tiempo, hubiéramos coincidido en más cosas, pero mi viajé se acabó y no pude descubrirlo.
Me despedí, y bajé las escaleras. Acabó tan rápido y tan fácilmente como había empezado. Pero dejó un recuerdo en el que pienso a veces. El recuerdo de un encuentro casual, de un tiempo en el que lo que empezaba era más excitante que lo que había acabado. Un momento de mi vida en el que había futuro, y no tan sólo un mañana que seguía a un hoy. Quizá vuelva a tener esa sensación algún día, quizá gracias a otro encuentro fortuito.
El primer día de Facultad llegué tarde.
jueves, 1 de mayo de 2008
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