Hace muchos muchos años, en una galaxia muy lejana, y en un planeta demasiado cruel para que existiera la felicidad, conocí a una mujer. La mujer, en realidad. Tan maravillosa que incluso sus defectos conseguían ese escalofrío por la espalda, esa sensación en el estómago que consideramos amor. Cuando la veía, los fuegos artificiales en mi cabeza eran mejores y más especiales de los que ningúna fiesta podría conseguir jamás. Y aún así, no conseguían eclipsar su sonrisa.
Pero ella tenía novio, y mi papel sólo podía ser el de amigo. Lo acepté, ¡qué remedio!, consolándome conque no hay papeles pequeños, sino actores pequeños. Y fueron pasando los años... Entraba y salía de mi vida a su antojo, cada vez más cerca, cada vez más doloroso. Cuanto más la conocía, más alta estaba ella y más bajo caía yo. Hasta que toqué fondo. Ella creía que la vida era una novela de Flaubert, tan encantadora como Emma, pero con su Charles detrás.¡Cambié tantas cosas en mi vida para estar a su altura! Pero allí no había oxígeno para los dos, y por mucho, muchísimo que la quisiera, no pude renunciar a más, no dejó en mí nada.
Y me volví un cínico. Y dejé de creer en mi dios. Se me olvidó cómo se reza y nunca más me puse de rodillas. Tuve suerte, cuándo peor estaba, a ella le fue bien y prescindió de mí. Me lo puso fácil por primera vez. Y pasó el tiempo, y no olvidé, aprendí a vivir sin su mirada.
En ello estoy, recordándola a veces, mi memento mori. Poniéndome en mi sitio, matando los pájaros de mi cabeza. Y ahora, cuando el recuerdo no es siquiera doloroso sino tan solo una dura lección más, le hago este homenaje. Nunca lo leerá, nunca lo sabrá, ni puta falta que hace. Porque por fin, lo que importa es mi vida y los nuevos errores que cometo. Y esa canción de Dylan que ella escucha, no la comprenderá como yo nunca. Espero por su bien que jamás la comprenda.
sábado, 21 de junio de 2008
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